En esta historia el protagonista es una frase. Una frase que cambia de sentido con el pasar del tiempo. Un conjunto de palabras que, para una generación, tal vez la creadora del concepto, no contiene otro significado; no hay ambigüedades ni dobles interpretaciones.
En un salto temporal, periodo ocupado por una guerra o un cataclismo, una nueva generación de seres humanos recupera un manuscrito deteriorado en el que pueden leer la frase pero en un dialecto original de difícil comprensión. Con cierta dificultad esgrimen una traducción con la cuál se sienten satisfechos ya que el sentido es perfecto y comprensible.
De alguna manera sabemos que la frase sabe que ha sido mal interpretada pero no tiene voz para expresarse, no puede explicar su verdadero significado, mucho menos el motivo original de sus palabras.
Durante mucho tiempo el último sentido de la frase perdura inamovible. Utilizada por años para definir situaciones o experiencias, acompañando crianzas y educación; nadie en este mundo puede concebir que con esta máxima se pueda expresar otra cosa que no sea lo comprendido por todos.
Al cabo de un tiempo la frase no solo significa lo que contiene, también habla de quien la usa. Por un momento, nuestro protagonista cree encontrar una manera de expresarse, pero no cuenta con las herramientas para ejercitarla.
De repente la gente ya no solo no quiere oír la frase ni a los que quieren pronunciarla. La frase entonces cobra un significado casi totalmente opuesto a su sentido original. Las personas la usan para expresar sarcasmo, dicen una cosa pero en realidad están diciendo lo contrario, todo el mundo lo sabe.
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