Salí de casa a la una y media; había almorzado una cacho de queso y un alfajor y luego me tiré a ver tele hasta que fuera la hora.
Me dijeron que tenía que ir a ver a Jorge no antes de la una, así que bajé, hice dos cuadras y tomé el colectivo. No hacía calor pero no había aire, era como cruzar una habitación llena de telarañas espesas que se deshacen y se pegan en la más mínima partícula de transpiración del cuerpo, y en los pelos, cejas y pestañas; así estaba Buenos Aires esa tarde.
Afortunadamente, cuando subí al bondi había algunos asientos vacíos y yo elegí el que está solo sobre la rueda, abrí la ventana y en dos paradas se llenó como camión de matadero. Sospeché de la suerte que traía.
Fue más o menos una hora de viaje. Bajé en un descampado donde estaban unos pibes correteando una pelota y gritando como indios levantaban una polvareda que quedaba estática en el aire durante varios minutos. Vi como el colectivo se iba todo destartalado por una calle de tierra y lo perdí de vista entre el polvo.
Caminé unas tres cuadras, o cuatro, y llegué a una calle asfaltada en la que me dijeron que tenía que doblar a la derecha; y lo hice. A mitad de cuadra había un negocito cerrado con una persiana azul-celeste, en ella decía “TÍO JORGE”.
El mensaje había sido claro: “-Tenés que ver a Jorge, pero después de la una; mira que el tipo es calentón. Cuando llegues golpeá la persiana, te vas a dar cuenta, es azul y dice “TÍO JORGE”, golpéala tres veces y espera. Por ahí te abre la señora. Vos dejálo hablar, no lo interrumpas; y hacé lo que te dice. Si no, volvés a donde estabas.”
Yo estaba hastiado, harto de mi monótona vida, llena de sinsabores y sanguinolenta rutina, subyugado al yugo. Pero ahora eso iba a cambiar, no era un simple giro el que me proponía, era la vida real, cruda y despojada, enfrentando un gélido destino.
Efectivamente, abrió la señora y me hizo pasar a un ambiente fresco y obscuro, por un segundo sentí la muerte parada a mi izquierda, invitándome, sacándome de ese denso espacio del que venía yo.
La señora se fue por una puerta que había a un costado, apenas vi como se desvanecía incrustándose en la negrura. Minutos eternos e incontables viví hasta que, como si solo existiera en esa habitación, apareció solemne, Jorge. Él era el tipo del que tanto me había hablado. Imponía respeto con su porte y su tosquedad al andar, era un completo patriarca.
Sin saludarme comenzó a hablar, y lo hizo durante más de media hora; yo, como me habían indicado, no interrumpí para nada, aunque necesité hacerlo en varias oportunidades. Su lenguaje era claro y conciso, las tareas estaban determinadas y, si quería unirme al grupo, debía seguir las reglas.
No tenía opción; o sí, la tenía y era volver a ese hediondo frigorífico en el que trabajaba hace tres años y no pensaba seguir así, ¡las cosas iban a cambiar!
Me uní a equipo y estaba dispuesto a todo con tal de iniciar mi nueva vida. Trabajé 16 años en “Heladerías TÍO JORGE” y tal vez, solo tal vez, el mes que viene sea gerente.
11-10-2002
miércoles, 12 de septiembre de 2007
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