Hace mucho tiempo, en un cóctel de gala en la ciudad de Montecarlo, recuerdo que Marlon Brando me dijo: -Nadie quiere historias increíbles, solo les atrae el mundo real... – se volteó y desapareció entre la gente.
En ese entonces tenía dieciocho años y me dedicaba a fiestas y reuniones en busca de hombres mayores... no siempre tenía suerte pero en ciertas ocasiones me metía en problemas.
Corrían tiempos de violencia y los servicios técnicos estaban bien pagados; los corredores de bolsa solían perder los estribos al darse cuenta que se les caía como arena entre los dedos. En ocasiones se sentía un olor tan repugnante que todos podían soportarlo, la burla era tan falta de sentido, tan espiritualmente ingrávida y aletargada en sus movimientos, fingiendo ser matriz de todo lo conocido, interactuando entre fierros y materia orgánica, repeliendo con cautela las malformaciones del éxito.
No sabía entonces lo que significaba “languidez petulante” hasta que fui a dar con Rodrigo Miguel de la Barca... él era tímido, falso e introvertido, tenía un ácido sentido del humor que derretía al más tonto de la corte.
Solía invitarme a cenar los martes a las ocho de la noche a un restaurante de la zona del puerto, un lugar desperdiciado, tendido a la mala de dios. Pedíamos carne y un vino polaco de sabor algo fuerte que, luego de tres copas colmadas, me inducía en un estado de calumnia feroz en el que verbalizaba mis pretensiones más embrujadas. Me perdía en un mar de elocuencias demagógicas sobre cómo y cuando había llegado hasta allí. Hubo épocas en las que me sentía un anciano...
(2001)
miércoles, 12 de septiembre de 2007
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